
Soñé… soñé que estaba en medio del desierto vacío, en una infinita llanura de tierra y piedras. Soñé que la luna teñía de plata mi piel y tejía la urdimbre de la interminable alfombra a mis pies con pálidos hilos de seda gris. El cielo se cernía, violeta, sobre el silencio.
—¿Qué hago aquí? —pensé— en medio de esta nada sin fin.
Y el corazón me devolvió con sus latidos el eco de mis pensamientos.
—¿Acaso es este el reflejo de lo que soy? ¿De lo que hay en mí? —respondió el eco de mi pecho.
Bajé la cabeza y miré mis manos. Y la voz de mi pecho siguió hablando, prescindiendo de mis pensamientos:
Vagamos desconcertados por el mundo, buscando sueños que, una y otra vez, se desvanecen entre nuestros dedos; acumulando objetos, personas, creencias e ideas, con la esperanza de que nos salven de la soledad y del vacío.
—Pero, cuando se cumple el tiempo y llega la hora de partir, nos vamos solos… nos vamos desnudos.
¿Es que esta nada es la única realidad que hay tras el espejismo de nuestros días?
¿Es esta absoluta soledad la última estación de nuestro viaje?
¿Acaso este vacío es lo que queda del escenario cuando se desvanece el decorado?
Quise llorar, y mis ojos buscaron el firmamento. Mi voz abrió las puertas del silencio:
Largo tiempo llevo buscando el destello de tus ojos; y sé que, de algún modo, este vacío también eres tú. Pero, en tanto no se disuelva el barro de este cántaro viejo, su agua no podrá fundirse con las arenas de tu desierto.
—¿Es que no te apiadas de la soledad del viejo pozo olvidado de los hombres, junto al cauce seco de lo que una vez fue un río?
Dime, ¿es este mi propio vacío? ¿O es que todos los hombres vivimos en esta nada sombría?
Y la nada engulló mis palabras y cerró la herida abierta del silencio.
La nada cubrió mi rostro y cubrí mi nada con mis manos.
Bajo la luz lunar de mis sueños, se desvaneció mi madura apariencia: las canas de mi barba y hasta mi propia barba desaparecieron.
Y en un giro del sentido, supe que era el hombre joven e inexperto, con el corazón rebosante de rosas y la mirada del cielo; con la memoria breve y los visos de mis errores enredados en mis cabellos.
Sin extrañarme por mi nuevo aspecto, escuché a mi joven voz desde el corazón de los hombres decir:
—Una vez soñé con un jardín, con un sendero entre jazmines y un rincón amable, al arrullo de una fuente. Soñé que aves y nubes me cantaban, que lobos y linces caminaban a mi lado, y que el viento componía melodías para mí en los cañaverales. Soñé con un árbol inmenso, que crecía más allá del verano y del invierno, y soñé que sus frutos inflamaban mi alma, hablándome en susurros del misterio de la vida.
Una vez soñé con una túnica blanca y una diadema de oro que me ceñía, sonriendo, el creador de los mundos; y soñé que su mano me apartaba de desgracias, del frío y me alejaba de los dardos del dolor y de la muerte. Soñé que conversaba con él, que su voz era dulce y sus palabras amorosas, y soñé que guardaba su recuerdo en su pecho, sintiendo que algún día sería su único aliento.
Una vez soñé…