DE MIS MEMORIAS...

DE MIS MEMORIAS...

Aún me parece vernos esa noche que bailamos... Es como si estuviera ahora mismo ahí. Sonaba una salsa popular de esos tiempos (suena música).
Ya casi no había gente; la verdad, el lugar era muy grande, pero todavía quedaban algunas mesas. Mi compañero de trabajo, por otro lado, estaba feliz con su novia, ¡bailando! No había nada que hacer, él estaba muy enamorado.
La chica era muy mona, la verdad... a cada rato quería estar comiendo plátano (risas), pero eran felices. Habíamos terminado de hacer el trabajo: unas fotos que necesitaba y los vídeos que hacían falta.

Te saqué a bailar y te sonreía mientras bailábamos, tratando de buscar tu mirada. Sentía que mirabas a otro lado y no a mí cuando hablábamos. Te fui atrayendo hacia mí, un poco más y más, y te sentí temblar. Fue cuando me di cuenta de que habías sentido mi poder sayayin (risas). Me acerqué a tu oído, rozando mis labios con tu orejita de cachanga, mientras te preguntaba (risas):
—¿Por qué no me miras cuando te hablo?

Tú levantaste la cabeza y, en ese momento, pensé en voz alta: “¡Tengo el aliento fuerte! ¡Tamare! ¡Me apesta la boca!” (risas). Resististe sin parar; hasta perdimos el ritmo. Se rompió el hielo y te derretiste entre mis brazos. Bajé la cabeza queriendo besarte; tus labios se entreabrieron para dar paso a mi lengua, que quería explorar hasta lo más profundo, jugar con tus molares y hacer un tilín-tolón en tu campanita (risas). Te busqué los ojos en ese preciso momento... ¿por qué será que tengo esa mala costumbre de mirar a los ojos? Para mi sorpresa me di cuenta de que eras bizca (risas). O sea, ¡siempre me estuviste mirando!

Esa noche estabas con tus hermanas. La mayor, la verdad, me gustaba un huevo... y el otro también (risas). Pero tú eras como su versión en negativo; además, no me parabas bola. Bueno, esa noche ya estaba hecha y yo debía marcharme. Así que, con mucha pena, te di mi tarjeta. A lo que respondiste:
—Te busco en Face, por ahí hablamos.

Me fui pensando a cada paso que daba: “¡Esta ya está hecha, Juanito!”. Y no quise voltear para nada, aunque tenía ganas de volver a verte. Pero un macho como yo, no... ¡había que mostrar indiferencia si quería crear interés!

Cuando llegué a casa, efectivamente, ya tenía en el Face una solicitud: “Chata rica y apretadita” (risas) te envía solicitud de amistad.
Y así comienza nuestro amor en primavera, cuando las rosas del rosal son como ella (risas).

LA PRIMERA VEZ


DE MIS MEMORIAS...

Aún recuerdo la primera vez que realmente te vi. No me refiero a un simple cruce de miradas, sino al momento en que, por fin, presté atención de verdad a tu presencia. Antes, cada encuentro me encontraba tenso, incómodo, como si aquellos lugares me obligaran a estar a la defensiva. Pero esa noche fue diferente: estaba relajado, abierto, dispuesto a mirar y a dejarme sorprender.

Y entonces estabas tú.

Te descubrí pequeña, graciosa, con una fuerza silenciosa que contrastaba con tu apariencia sencilla. Llevabas un pantalón, el cabello recogido en un moño, sin maquillaje, pero con una sonrisa amplia y auténtica. Tus ojos, un poco somnolientos quizá, brillaban con una luz propia. Esa imagen me atrapó. Era real, sin adornos, sin artificios. Supe de inmediato que, al día siguiente, al verte de nuevo, encontraría exactamente lo mismo.

Sin embargo, como tantas veces en mi vida, la timidez me ganó. Ya era casi medianoche y tenía que marchar. La distancia, el metro, la rutina: todo me obligaba a despedirme cuando lo único que quería era quedarme. Con un nudo en el pecho me levanté, decidido a no irme sin antes atreverme a algo más.

Me acerqué y, con voz firme pero con el corazón acelerado, te dije:
—¿Bailas conmigo? Será la última. Tengo que irme, es tarde y vivo lejos.

Tus labios se curvaron en una sonrisa enorme, y en tus ojos brilló un destello que aún guardo en la memoria. Con esa naturalidad tuya que desarma, respondiste:
—Sí, claro.

En ese instante el tiempo dejó de pesar. Bailar contigo fue la manera más hermosa de detener mi partida, aunque fuera solo por una canción más.

#COTILLA

LA COTILLA : DE MIS MEMORIAS...

Hoy por la mañana, al abrir los mensajes de WhatsApp, encontré uno de esa personita que me resulta tan grata, alguien de quien a veces llego a soñar que me escriba. No lo niego: muchas veces lo he pedido, rezado, incluso rogado en silencio que se acuerde de mí.

Y hoy, por fin, la sorpresa. Pero también el desconcierto: al leer su mensaje me encontré con una sola pregunta, sin siquiera un saludo previo:

—¿Cómo te gusta, trabajar con ese chulo?

Pasó una hora antes de que respondiera. Lo hice con otra pregunta, breve y seca:
—¿De qué hablas?

Entonces entendí que se refería a una amistad reciente en mi trabajo. Y me vinieron tantas preguntas a la cabeza, tantas suposiciones, que preferí no responder nada más. Pensé: “Si sigo, esto se va a complicar... mejor lo dejo ahí”.

Me pasa seguido: termino hablando de mí mismo. Tal vez porque, a veces, la mejor manera de explicar algo es en primera persona. Así no hay dudas; así saben que no invento, que hablo con verdad.

Ella continuó escribiéndome:
—Yo no le hablo, me cae mal... paso. Y tengo la impresión de que es lo mismo de su parte.

Y entonces me pregunté: ¿cómo puedes saberlo? Si no hablas con alguien, ¿cómo juzgas sin conocer? ¿Por lo que parece? ¿Por lo que otros dicen? No lo creo justo... pero, al final, tampoco es mi problema.

En esas cosas prefiero ponerme como ejemplo. Yo no sé de los demás, sólo puedo hablar por mí. Y con toda honestidad, no me gusta meterme con nadie. Soy tranquilo, me declaro inocente.

Pero su respuesta me descolocó:
—No, tú no eres así. Tú eres un pendejo, coqueto y entrador.

No pude evitar reírme. La verdad, nunca termino de entender a la gente. Porque en el mismo instante que me defendí, la conversación giró en otra dirección:
—Si tú eres inocente, yo soy virgen —me lanzó con ironía—. Y lo único virgen que tienes es tu posadera... si es que no te la inauguró ya, ese.

Mi respuesta salió como un reflejo:
—Eso seguro que está virgen, pero el tuyo no, porque lo rompí yo.

Y ahí se enojó. Claro, yo ya había jurado que no volvería a mentir. Me considero puro y casto todavía, y lo otro tampoco era mentira. Pero, entonces, me pregunto: ¿qué pasa? Si me río y callo, todo está bien: soy simpático, un buen tipo, agradable. Pero si me defiendo, de repente ya no. Entonces prefieren verme como un tonto.

Al final, muchos quieren sentirse listos a costa de atacar, disfrazando la curiosidad de sociabilidad. Se meten en la vida ajena sin que nadie lo pida. Y yo, con toda calma, vuelvo a repetirme lo que siempre pienso:

Que les den por culo.