DE MIS MEMORIAS...
Aún recuerdo la primera vez que realmente te vi. No me refiero a un simple cruce de miradas, sino al momento en que, por fin, presté atención de verdad a tu presencia. Antes, cada encuentro me encontraba tenso, incómodo, como si aquellos lugares me obligaran a estar a la defensiva. Pero esa noche fue diferente: estaba relajado, abierto, dispuesto a mirar y a dejarme sorprender.
Y entonces estabas tú.
Te descubrí pequeña, graciosa, con una fuerza silenciosa que contrastaba con tu apariencia sencilla. Llevabas un pantalón, el cabello recogido en un moño, sin maquillaje, pero con una sonrisa amplia y auténtica. Tus ojos, un poco somnolientos quizá, brillaban con una luz propia. Esa imagen me atrapó. Era real, sin adornos, sin artificios. Supe de inmediato que, al día siguiente, al verte de nuevo, encontraría exactamente lo mismo.
Sin embargo, como tantas veces en mi vida, la timidez me ganó. Ya era casi medianoche y tenía que marchar. La distancia, el metro, la rutina: todo me obligaba a despedirme cuando lo único que quería era quedarme. Con un nudo en el pecho me levanté, decidido a no irme sin antes atreverme a algo más.
Me acerqué y, con voz firme pero con el corazón acelerado, te dije:
—¿Bailas conmigo? Será la última. Tengo que irme, es tarde y vivo lejos.
Tus labios se curvaron en una sonrisa enorme, y en tus ojos brilló un destello que aún guardo en la memoria. Con esa naturalidad tuya que desarma, respondiste:
—Sí, claro.
En ese instante el tiempo dejó de pesar. Bailar contigo fue la manera más hermosa de detener mi partida, aunque fuera solo por una canción más.
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